¿Dónde estamos?

Argentina está situada en el Cono Sur de Sudamérica, limita al norte con Bolivia, Paraguay y Brasil; al este con Brasil, Uruguay y el océano Atlántico; al sur con Chile y el océano Atlántico, y al oeste con Chile. El país ocupa la mayor parte de la porción meridional del continente sudamericano y tiene una forma aproximadamente triangular, con la base en el norte y el vértice en cabo Vírgenes, el punto suroriental más extremo del continente sudamericano. De norte a sur, Argentina tiene una longitud aproximada de 3.300 km, con una anchura máxima de unos 1.385 kilómetros.
Argentina engloba parte del territorio de Tierra del Fuego, que comprende la mitad oriental de la Isla Grande y una serie de islas adyacentes situadas al este, entre ellas la isla de los Estados. El país tiene una superficie de 2.780.400 km² contando las islas Malvinas, otras islas dispersas por el Atlántico sur y una parte de la Antártida. La costa argentina tiene 4.989 km de longitud. La capital y mayor ciudad es Buenos Aires

PAPA FRANCISCO

PAPA FRANCISCO

CRÓNICA HOMENAJE AL BAR LA MARINA - por Juan Pablo Eijo


La esquina de Chiquín

La historia de un bar, que asimismo encierra la historia de una ciudad, de sus personajes, sus costumbres, sus festejos populares –espectáculos de varieté, corsos y bailes de carnaval- que conforman la pintura y el pulso de una época a ritmo de orquesta y redoblante.

La Marina fue uno de los bares más emblemáticos de Ensenada. Su apertura -según una inscripción en la pared del local- se remonta al año 1914. Del 39 al 86 -fecha de cierre- fue administrado por Chiquín Buscaglia; y en esos primeros años viviría su época de mayor auge y esplendor. “En una tarde se llegaron a vender mil cuatrocientos cafés”, recuerda Vicente Ricciardi, un habitué del lugar en aquel tiempo. En torno a sus mesas, se reunía la muchachada de antaño, café o copa mediante, para sacralizar la amistad y festejar el escolazo. Aludiendo a Discépolo: “como una escuela de todas las cosas”, en “La Marina” se aprendía “filosofía, dados, timba y la poesía cruel”, de no pensar más en uno.

Concurrían todas las clases sociales y por lo general, abarrotaba de gente; en ocasiones, incluso, algunos tenían que estar en la vereda por falta de lugar. “La gente se pasaba todo el día en el café porque no había televisión ni otro tipo de divertimento”, explica Vicente, “salvo los cines”, con los cuales también se trabajaba: “muchas veces no se cerraba esperando que salieran las personas de ver alguna función”. El resto de los días, el bar se mantenía abierto hasta la una, una treinta de la madrugada. En este sentido, Chiquín era una persona inflexible: por más que hubiese una partida a medio terminar, el negocio se cerraba.

La Marina estaba ubicada en la esquina de La merced y Marquéz de Avilés -pleno centro de la ciudad- y se extendía cincuenta metros. En su interior, el lugar estaba dividido en dos partes por una tarima. Al fondo, había un salón que funcionaba como reservado, donde estaban las mesas de juego –damas, cartas y dados- sumado a algunos billares que completaban el reducto escolacero. “Se jugaba por plata, pero sin llegar a comprometer el patrimonio personal”, aclara Vicente. En el medio estaba la barra de cedro reluciente, y adelante el resto de las mesitas. Por sobre la barra, había un pequeño palco desde donde tocaban las orquestas los fines de semana.

Al bar sólo iban hombres. Las mujeres se limitaban a coquetear por los alrededores y a cumplir a diario la ceremonia que se conocía como la “vuelta del perro”. Eran tres cuadras por La Merced, desde Alberdi hasta Perú, siempre de la vereda de enfrente a La Marina, porque estaban los muchachos y tenían vergüenza. Los sábados y los domingos no había inconveniente: venían a pasear; pero durante la semana tenían que buscarse algún motivo: “por lo general comprar algo: algún cuaderno o hilo para coser”. Los muchachos se cruzaban, y así se iban formando los grupitos por toda la cuadra.

Las únicas mujeres –salvo alguna visita especial- eran Doña Piera, esposa de Chiquín, y sus tres hijas: Popy, Lucy y Lily, quienes atendían detrás de la barra: preparaban el café y los sánguches. Doña Piera era una tana de carácter, tez blanca, pelo canoso y ondulado, que se repartía la atención del lugar junto a otros empleados; el más recordado: Banidoro, el mozo, un hombre bajo y desgarbado, que caminaba desordenado a causa de unos callos plantales que le dificultaban el andar. Era un poco cascarrabias, pero mantenía siempre las buenas formas y atendía con celeridad a la multitud de personas que colmaban el lugar.

Así lo recuerda un poeta de la ciudad:

B, mozo del bar “La Marina”

Banidoro, Banidoro
te serviré en bandeja de oro.
Me deslizaré con tus pantuflas de espuma
y llegaré hasta tu mesa,
tras los espejos de media luna.
Préstame tu chaqueta blanquecina
y pasaré, como tú,
entre el humo y la luz mortecina.
Préstame ahora,
tus manos de piel cetrina,
antiguo mozo
del bar “La Marina”.

Antonio Alberto Blanco

 Chiquín era el dueño y encargado del lugar. Tenía un notable parecido con el actor norteamericano Jimi Durante: era bien narigón. Todos, quienes lo conocieron -sin excepción alguna-, aseguran que era una persona de una eximia generosidad. En una oportunidad –recuerda Vicente– él no tenía dinero y Chiquín le fió un atado de cigarros; y cuando volvió al bar, después de unos días, se había olvidado del favor. No así Chiquín:

- Che, Ricciardi, ¿no te pareció que estaban húmedos los cigarrillos del otro día?
- No; la verdad que no, Chiquín; me los fumé todos, ni cuenta me dí.
Y al rato insistió:
- Pero che, Ricciardi, ¿estás seguro de que no estaban húmedos los cigarros?
- ¡Uyyyy, perdoname tano! ¡Me olvidé! En estos días te los pago.
- ¡Noooo, no te hagas problemas, Ricciardi –le dijo sonriendo-: cuando puedas me los pagás!

Chiquín era un “tipo de mucha calidad” para decirte las cosas, y “tenía una chispa bárbara”, describe Vicente. Había estado en la guerra del 14’, y siempre contaba una anécdota de él estando en las trincheras:

- Estaba cagado de hambre... lleno de barro... hasta piojos tenía. La ropa rota ¡y un hambre!...Y entonces vino un tipo y tiró una latita. La agarré y la empecé a mirar. La miraba con entusiasmo. Y por ahí veo que decía: “Compañía Swift de La Plata Sociedad Anónima”. La abrí y me la comí toda, con el dedo.

Esa latita le cambió el hambre. Y también le cambió la vida.

La patria adoptiva

Las corrientes inmigratorias llegaron a la Argentina huyendo de la miseria y penuria de sus tierras, desde fines del siglo XIX en adelante. Ensenada, debido al impulso comercial, al funcionamiento del Puerto, los frigoríficos y demás industrias, era una ciudad que prometía bonanza; y se conformó entonces, como un enorme crisol de razas, al igual que gran parte del país. Entre las colectividades más numerosas, se destaca la italiana; entre 1880 y 1914 llegaron al país más de dos millones de inmigrantes italianos. Una cantidad importante se ubicaría en la zona comprendida -actualmente- por Berisso y Ensenada.

Viviendo en casitas de madera y cinc o pensiones, estos nuevos pobladores tuvieron que afrontar un duro comienzo. A uno de sus asentamientos, en el barrio de Campamento, se lo conoció como La Píccola Italia (La Italia Chica). Ya por marzo de 1890, un grupo de inmigrantes constituyeron la “Sociedad Obrera Italiana de Socorros Mutuos”, entidad que aún se mantiene y que, por entonces, tenía la finalidad de fomentar “el espíritu de fraternidad entre la clase obrera, ayudándose recíprocamente en las necesidades de la vida y socorriendo a los enfermos e imposibilitados para el trabajo”.

Hacia fines de la segunda década del siglo XX, Chiquín Buscaglia llegó a la Argentina en busca de prosperidad, escapando al flagelo de la desocupación en el viejo continente. En un principio trabajó en el restaurante Maestrochi, ubicado en la esquina de Italia y Río de La Plata, enfrente a La Aduana, un lugar famoso por sus flanes caseros: “venían de La Plata a buscarlos y se los llevaban en cantidad”, apunta Vicente. Después tuvo la cervecería Munich, sobre la calle La Merced; hasta que finalmente alquiló la esquina de La Marina en el 39, negocio que mantuvo hasta mediados de los 80.

Al igual que Chiquín, los inmigrantes que llegaron a la Argentina no sólo contribuyeron al despunte industrial de la época; también fueron afanados comerciantes y versados ejecutores de oficios diversos. Por lo general, se agrupaban de acuerdo a sus procedencias y solían frecuentar La Marina, donde siempre rondaban los recuerdos de algún país lejano y de algún amor postergado, y unos cuantos compases de tango y unas cuantas copas de vino, atenuaban el dolor y la angustia de quienes sabían el gusto amargo del mar.

Pero las distinciones dentro del bar, no sólo respondían a las procedencias.

Una de malevos

Los guapos fueron una “categoría social” de la época. Eran personas que se movían con total impunidad y estaban vinculados con el poder de turno, apadrinados por algún caudillo político, que les otorgaba inmunidad a cambio de algún “favorcito” partidario. Profesaban un ferviente culto del coraje, y siempre tenían su revólver o su cuchillo agazapado. Muchos eran caficios que mantenían a sus mujeres trabajando en los prostíbulos, donde había un mecanismo simple y expeditivo: los concurrentes adquirían una chapa, que luego entregaban a las prostitutas y éstas -en función de las chapas acumuladas- obtenían su retribución.

Los prostíbulos eran atendidos con celeridad y tenían un andamiaje perfectamente aceitado: te daban la chapa, tomabas una copa y estabas con las mujeres. Se mantenía el orden y la tranquilidad; nadie hacía quilombo: “con el negocio no se jodía”. Por aquellos años –recuerda Quique- fueron famosas algunas peleas entre los marineros y la policía. Los marinos tomaban mucho y eran conflictivos. Y entonces los dueños llamaban a la policía, que llegaba al lugar e intentaba arrestarlos; pero éstos se resistían –para no tener que dar cuenta al capitán del barco- y se agarraban a las trompadas, llegando a desplazarse varias cuadras a los golpes, al punto de que muchos terminaban averiados.

El Paisano Luna, aunque no regenteaba prostíbulos, fue un guapo de aquel tiempo. Era un hombre corpulento, de aspecto intimidante, que caminaba rengo a causa de un tiro que le habían dado en una pierna. Ya en vida se había convertido en una leyenda popular de los suburbios ensenadenses: se decía que había matado a un hombre en Avellaneda y que lo había incrustado en una reja. Con el tiempo, en torno a su persona se tejieron infinidad de anécdotas y mitologías. “Te temblaban las patas de ver al Paisano”, exclama Vicente.

- Un día lo cruzamos con los muchachos en la esquina de Colombia y San Martín. ¡Mirááá, el Paisano Luna!, dijimos todos. Recuerdo que una de las personas que lo acompañaban estaba pegando afiches en una casa de madera, y en ese momento cae de imprevisto la policía. El Paisano tenía una 45. ¿A ver, usted?, lo increparon. Luego lo examinaron, pero no le encontraron nada; era rápido: había metido el arma en el tacho del engrudo. Después tuvo que aceitarla y limpiarla toda.

Las anécdotas de Luna se remontan, incluso, al mismo bar.

Una tarde se cruzó en el cuarto de juegos con el policía Flamini, acérrimo enemigo, y se produjo una intensa balacera; los disparos cruzaron el cuarto de lado a lado, hasta que uno dio de refilón en el Paisano, quien cayó al suelo y se quedó tieso. La sangre comenzó a expandirse en derredor suyo, lo cual confió a Flamini la certeza de su disparo y se retiró de inmediato. Chiquín, en tanto, guarecido detrás de la barra y no creyéndolo abatido, se acercó lentamente y escrutó el rostro del Paisano. Fue entonces que Luna le guiñó un ojo y le hizo la pregunta de rigor: “¿ya se fue?”. Luego se compuso lentamente, sacudió su ropa campechana y pidió otra vuelta de copas, como de costumbre.

La rivalidad entre ambos no quedaría sellada esa tarde. Se buscaron durante mucho tiempo, pero nunca se encontraron. Finalmente, Flamini lo sorprendió a Luna enmarañado en una reyerta callejera y lo liquidó –cobardemente- de un balazo por la espalda.

Los Calandrakas

Al bar La Marina concurrían todas las clases sociales: iban muchachos de mameluco y gorra, y otros para quienes el traje y la corbata eran una referencia obligada. “Tenías de media estación, de invierno, y en verano de hilo”, precisa Ricciardi. Esto se convertía en un elemento distintivo dentro del lugar -estaban los del centro (Los Pitucos), gente de un poder adquisitivo más elevado, que vestía con elegancia y cierto refinamiento y eran los “cajetillas del lugar”-; no obstante, los grupos se formaban, principalmente, por afinidades en común. Así fue como surgieron Los Calandrakas, una barra de once muchachos –entre ellos, Vicente- cuya amistad nació en La Marina y continúa después de cincuenta años.

Los Calandrakas tienen un distintivo propio: una letra “c”, que se las diseño y regaló Miss Parker, una famosa profesora de inglés que vivía sobre la calle México, a pocos metros de la avenida principal, La Merced. “Allí concurríamos la mayoría de los muchachos de la barra”, e incluso, se podría pensar, todo aquel que estudiase inglés por entonces. “Fuimos a estudiar porque en aquellos tiempos el idioma nos causaba muchas dificultades; y entonces –imagina Vicente-, como Miss Parker sabía de la afinidad del grupo, confeccionó el distintivo.

Calandraka es un término lunfardo que significa deteriorado.

- Salió a raíz de que los muchachos habían estado armando un Ford T, uno de esos que no tenía caja de cambio sino embriague. Migues, un muchacho del barrio, que vivía sobre la Marqués de Avilés, pasando La Marina, era mecánico. Y nos dijo: ¡bueno muchachos!, vamos a ponerlo en marcha y salimos a dar una vueltita. Entonces Bischoff le preguntó a su padre qué le parecía el automóvil que habían remodelado, y el padre le respondió: es un desastre… es un destartalado...es un calandraka. De ahí salió el nombre de la barra.

Una de las cosas que unía al grupo eran las vacaciones.

En aquel tiempo había poco turismo y se frecuentaba ir a Punta Lara de campamento. “Nos conseguíamos un par de carpas prestadas, nos llevábamos unos pesitos para comprar la carne y la verdura y nos quedábamos un mes. Esto contribuía mucho a forjar la amistad del grupo”, cuenta Ricciardi. Con el tiempo, la barra de once Calandrakas comenzaría a disgregarse, aunque nunca dejarían de verse: hace unos años celebraron los cincuenta años. A sus ochenta y uno, Ricciardi tiene el privilegio y el orgullo de conservar amigos de su juventud, de esa barra que nació café mediante y se mantuvo incólume al día de hoy. De los once muchachos que formaron Los Calandrakas”, sólo quedan cuatro: el resto falleció.

La ñata contra el vidrio

Uno de los que formó parte de Los Calandrakas fue Jorge Bischoff. Vivía enfrente a La Marina y, como dice Cafetín de Buenos Aires, de chiquilín la miraba de afuera “como a esas cosas que nunca se alcanzan”. Se quedaba en la puerta ¡con unas ganas de entrar!, cuenta Vicente. Bischoff tenía ocho años y se cruzaba, a pesar de que en la casa no le daban permiso; a él no le importaba: cruzaba igual y se quedaba horas husmeando tras la ventana de La Marina; incluso, si el vidrio estaba empañado, “limpiaba un poquito, hacía un agujerito y se quedaba mirando”; sobre todo cuando tocaban las Orquestas de Señoritas.

Orquesta de señoritas

En su palco las señoritas
repetían con todo esmero
pasodobles y rancheritas
que no daban para el puchero.
Una noche se hicieron humo
de su palco descolorido
y tomaron, violín en bolsa,
un tranvía para el olvido.

María Elena Walsh

Como su nombre lo indica, éstas orquestas estaban formadas por músicos mujeres; tocaban en bares nocturnos y estaban bien presentadas estéticamente: “vestían de largo, bien hasta abajo, con los hombros calados”, lo que se decía por entonces de “media fiesta”. Por lo general, eran cuatro o cinco. Y en La Marina tocaban desde el palco. Solamente tocaban; no intercambiaban palabras con los parroquianos. En algunas ocasiones, a lo sumo, los muchachos le pasaban -discretamente- algún papelito al mozo y le pedían alguna pieza en especial; “Desde el Alma”, de Rosita Melo, “era una de las más solicitadas”.

Las Orquestas de Señoritas solían tocar los fines de semana. Esos días Jorge Bischoff se cruzaba a La Marina y se quedaba obnubilado detrás de la vidriera, hasta que su hermana salía a buscarlo. “Cuando ella lo veía, él disparaba”; pero ella siempre lo alcanzaba y de un puntapié lo hacía caer, para luego llevárselo a la rastra. Este ejercicio cotidiano -sumado a un físico de privilegio: “menudito y fuerte”-, le sirvió a Bischoff para desarrollar sus virtudes como velocista, y para incluso, con el tiempo, convertirse en profesor de Educación Física. Ya adolescente, Chiquín le permitiría la entrada y se convertiría en un habitué incondicional del lugar.

Ese chiquilín espiando Orquestas de Señoritas, ya mostraba ribetes de lo que sería su mayor afición de toda la vida: las mujeres. Siempre, incluso de chico, fue muy enamoradizo. Los Calandrakas lo llamaban “pavita de lata”: se calentaba rápido; podía llegar a salir con varias chicas en simultáneo. “Era un tipo muy querido dentro de la barra; era un puntal”, señala Vicente, uno de sus mejores amigos, de quien conserva un recuerdo imborrable:

-Yo perdí a mi viejo a los diecisiete, en el 44. Ese fin de año la pasamos con mamá y mi hermana, solos. Cuando tocaron los pitos, ellas se fueron a dormir, pero yo salí un rato. Apesadumbrado, me vine al Círculo de Ajedrez, donde los muchachos estaban de algarabía, como suele ocurrir en esas fechas. Algunos decidieron salir de juerga y yo me quedé sentado, pensando en mis cosas; mi ánimo no era el mejor; estaba triste. Todos siguieron de largo: ¡bueno muchachos! ¡Vamos muchachos! ¡Vamos a tomar algo! Y Jorge fue el único que vino y me abrazó: ¡vení! ¡Vení con nosotros! ¡Vos debés estar muy triste!, me dijo.

“Jorge fue el único de la barra que se dio cuenta de mi profunda tristeza”. Por cosas como esas, Vicente se emociona al recordar a quien considera uno de sus “amigos del alma”.

Alguna payasada

Hacia fines del 30 y principios del 40, José Pepito Marrone –por entonces Rulito- vivía en Ensenada y estaba casado con Rosa, su primera esposa. Por las tardes frecuentaba La Marina, y por las noches actuaba en el bar del griego Telémaco Espadópulos, sobre la calle Ortiz de Rosas, donde actualmente funciona el cabaret Las Maravillas. En el bar se incluían todo tipo de números, y el lugar se asemejaba a lo que tiempo después se conocería como Bar de Varieté. En oportunidades salían a escena grupos de mujeres ligeritas de ropa -a quienes los hombres se devoraban con la mirada- y cantaban con tono dulce y candoroso: “con mi piyamita yo recibo a las visitas...Con mi piyamita paso horas de placer...Y si alguno quiere quitarme el piyamita... Yo le digo nooo, no; e-so-sí-que-no”.

Una tarde, José Marrone estaba sentado en La Marina, contra una de las vidrieras, conversando con algunos muchachos -entre ellos Vicente-, y uno le pregunta:

- “Che, Rulito... a mi me gusta mucho que estés acá; pero la verdad es que vos tenés condiciones… ¡nos hacés cagar de risa!... ¿Nunca se te dio por ir a Buenos Aires?

- Claro que se me dio por ir a Buenos Aires; pero ustedes no saben lo que es Buenos Aires; es jodido Buenos Aires. ¡Mirá!... yo estoy muy bien acá, con Telémaco: me paga 50 pesos por noche… a veces hasta me da de comer y todo… y no tengo gastos de ningún tipo. En Buenos Aires me pagan ciento cincuenta, pero tengo que pagarme la pensión y la ropa. Y además, te piden que no te salgas del libreto; si querés hacer un chistecito por cuenta tuya, te llaman y te cagan a pedos. Pepe Arias es un gran tipo, pero en eso un hijo de puta.

“Esto nos lo decía sentado en el bar”, rememora Vicente. Después Marrone “empezó a subir, a escalar posiciones”, y entró a trabajar en El Tronío, con Miguel de Molina, un artista que se hiciera famoso por vestir con blusas llenas de dorado y arabescos. Molina hacía un género diferente al de Pepitito; esto le posibilitó “ganarse su lugar”. Y así fue como triunfó en Buenos Aires, y se convirtió en un cómico y payaso excepcional.

Quereme así: piantao, piantao, piantao...

Por La Marina no sólo pasaron comediantes de la talla de Pepitito; también frecuentaron esos locos adorables, payasos de vocación truncada, que no alcanzan el estrellato pero permanecen en el recuerdo de la barriada. Como fue el caso de Perico, un joven petisito y fortachón, de ojos vivaces, que andaba todo el día con la camiseta de Boca y tenía una particularidad: su mandíbula estaba completamente desdentada y por eso, se la pasaba en el bar comiendo flancito con dulce de leche y crema.

Perico tenía dos aficiones: el canto y el boxeo. Era muy común verlo ensayar combinaciones pugilísticas frente a los postes de luz o interpretar canciones de “palito” Ortega; sus preferidas: Camelia y Despeinada. Para el número se valía de una escoba o de cualquier otro artefacto que le permitiese emular el rasguido de una guitarra; se lo ponía entre las piernas y agitaba efusivamente su mano. A veces, incluso, representaba pequeñas “obritas de teatro” -repuntaba su sombrero y hacía como que tenía revólveres: primero los desenfundaba, y luego los giraba en el aire y tiraba tiros-, o bien se aparecía por detrás de algún parroquiano y ensayaba algún asalto.

Todos los años, hacia fines de febrero, en época de carnaval, Perico desfilaba en los corsos de la ciudad, sobre calle La Merced. Siempre igual: siempre disfrazado de Perico.

Las mascaritas

El primer corso que se llevó a cabo en Ensenada data de 1890. Por entonces, el desfile carnavalesco tenía su mayor atractivo en la puja entre dos sociedades: Estudiantes del Sud y Unión Pelotaris. Ambos grupos estaban compuestos por músicos y coristas y lucían vistosos uniformes. Los Estudiantes del Sud, al estilo de la estudiantina madrileña, llevaban sombrero tricornio de raso negro, blusa y pantalón corto de la misma tela, capa de sedalina color celeste, medias negras y zapatos de charol. Por esta indumentaria, se ganaron la fama de “ricachones”. Por su parte, Los Pelotaris, al igual que los jugadores de pelota vasta, vestían camiseta a rayas horizontales, pantalón blanco, faja de raso colorado, zapatillas blancas y boina de lana; de la cintura les colgaban tres pelotas de goma.

El espíritu del carnaval se puede apreciar en las canciones:

“Himno de Pelotaris”:
Escuchad a la Unión Pelotaris
que su heráldico triunfo pregona
y su dulce cántico entona
como un himno de gloria y de fe.
Son breves los instantes que la urbe
ríe y canta con franca ternura
y derraman un sin fin de venturas
que Dios Momo nos viene a brindar...

Con el tiempo aparecerían las “mascaritas”: personas disfrazabas, cuyo mayor atractivo era mantener en reserva su identidad. En una época, “empezaron a exigir que todas las mascaritas tuvieran que identificarse en la comisaría y sacaran un permiso”, lo que “hizo que la gente se conociera y se perdiera así el encanto”. Por suerte la medida no se mantuvo por mucho tiempo y los disfraces volvieron a ser un atractivo de los corsos. El más común era el de dominó: la gente se tapaba con una capucha y se ponía un antifaz. Las mujeres –recuerda Vicente-, al tener mayor facilidad para el falsete, se te acercaban y no las reconocías: “se juntaban en grupo, te agarraban y te paseaban por todos lados”.

En cuanto a los juegos, hasta la aparición de los pomos perfumados, se usaron las serpentinas y el papel picado, que se arrojaban con sumo respeto y discreción. Las primeras cruzaban por sobre los carruajes, que circulaban en ambas direcciones, ya que la calle estaba dividida por un palco. “También había carrocitas arrastradas por algún tractorcito”. El juego era tan intenso, que en ocasiones se disponía la suspensión del desfile para retirar las serpentinas que obstruían el tránsito. Luego se empezaron a usar los “lanza-perfumes”: “si te agarraba los ojos, te dejaba ciego por medio minuto”, cuenta Vicente. Más tarde aparecerían los pomos de espuma.

El numeroso público que asistía a los corsos se ubicaba en las veredas; los más pudientes, en los palcos que la Comisión de Corso alquilaba a precios suculentos. Algunos vecinos, para disfrutar más cómodos del espectáculo, traían sus sillas a cuestas desde sitios muy distantes de la ciudad. Todo se debía a que “los corsos eran eventos que la gente esperaba con mucho entusiasmo”.

En época de carnaval, no sólo se festejaba con desfiles de comparsas por las calles principales; también se realizaban bailes en casas privadas o instituciones sociales, como el Círculo Ensenadense de Ajedrez o el Club Pettirossi, en el barrio de Cambaceres.

Otro bastión cultural

No se podría hablar de La Marina sin hacer una referencia a El Círculo Ensenadense de Ajedrez, una de las instituciones más prestigiosas de Ensenada, que naciera en dependencia del anterior, el 18 de noviembre de 1924, y que acogería en simultáneo –una vez trasladada su sede- a muchos concurrentes del primero; más aún, cuando éste comenzó a decaer y cerró sus puertas a mediados de los 80. Con el tiempo, el Círculo se convertiría en centro social y cultural de la ciudad y, asimismo, en escenario de animadas competencias ajedrecísticas; sobre todo a partir de 1939, año en que se realizó en Buenos Aires el Campeonato Mundial de dicho juego.

En el Círculo solían organizarse bailes de carnaval, aunque no era un club “milonguero”: “sólo tres, a lo sumo cuatro bailes al año; había otros clubes que estaban de pachanga casi todos los fines de semana”, distingue Quique. El baile era todo un acontecimiento: las chicas solían arreglarse mucho -incluso se vestían de largo-; y con los muchachos pasaba lo mismo: “la camisa almidonada y los zapatos de charol bien lustrados, brillantes”. En aquel tiempo, el traje era de uso permanente: “no se te podía caer de encima: se usaba hasta para ir al centro”.

Por lo general, en los bailes tocaban dos orquestas:

-Tenías la típica, que tocaba Vals Criollo y Paso Doble, y tenías la de Jazz. A estas orquestas había que contratarlas con antelación porque eran muy solicitadas y solían estar ocupadas. Y cuando se tenía todo resuelto, se armaba el calendario y se lo repartía entre los socios.

En aquel entonces -rememora Vicente- los varones no tuteaban a las mujeres, salvo que “tuvieses mucha confianza”: “me permite esta pieza, señorita”, le decíamos. Y si las muchachas concedían te ponías a bailar, pero siempre bajo la vigilancia rigurosa de sus madres, quienes al grito de “luz, luz, luz”, reprendían al joven pícaro que pretendía indebidamente acortar distancias con su “nena”, y lo instaban a retroceder unos pasitos.

En uno de los bailes del Círculo, Vicente Ricciardi conoció a Ruth, su esposa: “una de las cosas más lindas que me dio la vida”, confiesa. “Ella era muy jovencita, diecinueve años, pero ya era toda una señorita por su forma de hablar y de pensar”. Por entonces se pusieron de novios, y luego de tres años se casaron. Esa noche –según recuerda- intercambiaron las primeras palabras; no así las primeras miradas. Se habían cruzado con anterioridad camino a Cambaceres, momento en el que Vicente la corteja –como él lo define- con un “piropo velado”.

- Yo iba con Di Lorenzo, un amigo mío, caminando por calle San Martín, cuando ella bajó del tranvía, con su cartera al hombro, y pasó al lado nuestro. Che, Titi, no te parece que es una tarde preciosa, le digo a mi amigo. Y ella se sonrió y movió la cabeza, como asintiendo mi galantería. Desde entonces ya me había encantado. Pero después no nos vimos hasta la noche del baile.

Ese día Vicente andaba como “balita perdida”: medio tristón; aún así, la insistencia de sus amigos hizo que fuese al baile. Una vez adentro, un grupo de mujeres, todas disfrazadas, empezaron a revolotear a su lado, y se puso a bailar con una de ellas. Cuando la tomó de la cintura, de inmediato pensó que los muchachos le estaban “haciendo una jodita”: le había parecido muy blandita. “Me ensarté con una vieja”, se dijo desilusionado. De todos modos, siguieron bailando hasta pasada la medianoche; a esa hora Ruth se fue a cambiar y volvió hermosa”. Al verla, Vicente se enamoró perdidamente de ella. Y es al día de hoy que lo sigue estando...

En La Marina había conocido la barra de amigos. En el Círculo, el amor de toda su vida.

Y el Café –siempre- como protagonista.

El último café

La concurrencia a La Marina fue decayendo de manera paulatina con el cambio de hábitos y costumbres de la sociedad. La televisión y el cine empezaron a ocupar lugares de privilegio para el divertimento de la gente. “Enfrente pusieron el Cine Social y muchos dejaron de ir al bar”, señala Vicente. A punto tal, que hacia fines de los 80 tuvieron que cerrarlo porque ya no era redituable. Actualmente, el lugar es ocupado por una importante cadena de supermercados de origen asiático, y se erige como un triste símbolo de nuestra época. Lo único que resiste el aluvión es una diminuta plaqueta: “La esquina de Chiquín (1939-1986)”.

Nada ha quedado del bar La Marina; ni los diarios de la época ni la historia local, lo refieren. Sólo permanece -acaso indeleble- en el recuerdo de la gente; de todos aquellos que, como dice Discépolo, han nacido a las penas o han bebido sus años, en derredor de sus mesas. Como es el caso de Quique Ricciardi, a quien el bar ha dado “en oro un puñado de amigos” –una barra de doce muchachos: Los Calandrakas- o como lo fue el de generaciones enteras de ensenadenses que han crecido y se han formado en ceremonia de Café.

Una escuela de la vida: eso fue el bar La Marina. 
El lugar que por siempre será: “La esquina de Chiquín”.

Escrito por Juan Pablo Eijo
Email: juan_eijo@hotmail.com