Nuestra vivienda tenía un patio con un cuidado jardín en el fondo.
Un perrito cachorro de raza mezclada, vivía en su cucha en un rincón del mismo.
Cada vez que el perrito me veía entrando al jardín, sus saltos no tenían fin.
Contagiaba todos los días a mis pequeños y también a mí, su alegría que demostraba bajando y enviando hacia atrás sus orejas, y moviendo velozmente su cola.
Era muy juguetón, pero a la vez, como todo cachorro inteligente, muy travieso.
Todo lo que estaba a su alcance era para él un juguete al que mordía con placer, incluyendo las plantas y las flores del jardín.
Por supuesto, esto no era del agrado de mi señora, que alteraba su carácter cada vez que veía destruida su artística labor de jardinera.
En aras de la paz hogareña, acepté mantenerlo atado junto a su morada durante la horas que no lo podíamos vigilar.
Lamentablemente el cachorro no aceptó esa solución.
Su sufrimiento y el mío por verlo atado, rogaban por una forma distinta de resolver el problema.
Jamás olvidaré la escena del día en que salí al jardín con el fin de desprenderme de él, para ofrecerlo de regalo a un buen señor.
Disimulando mi dolor, salí al patio sonriendo como siempre lo hacía.
Pero esta vez el cachorro, en lugar de saltar de alegría como acostumbraba, bajó la cabeza con sus oreja sueltas, su cola baja y quieta, y se volvió a meter en su cucha negándose a salir.
Oculté mi llanto cuando lo puse en manos extrañas.
Cómo no iba a llorar si es que me desprendía para siempre de un ser querido, que me quería y lo hacía sufrir porque al saber leer los pensamientos, ese inocente cachorro pudo sentir con claridad mis crueles intenciones.
Milo
desde Israel
25/04/2010
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